III – El
Modus Operandi
Daniela convirtió esta peculiar costumbre en un motivo de preocupación. Paralelo a su
aburrida vida, como ella siempre dice, coexistía una intimidad multidimensional
que poco a poco le carcomía el pensamiento y se convertía en amo de sus
vivencias. Cuando se graduó del colegio, sus papás decidieron volver a su
ciudad de origen, Cartagena, así que la organizaron en un apartamento aledaño a
su Universidad. Gracias a su situación económica acomodada, nunca tuvo la
necesidad de compartir su morada con amigos o desconocidos. “Cuando por fin
me mudé sola ¡se me quitó un peso de encima! Ya no tenía que esconderme, ni
darle explicaciones a mis papás de lo que hacía. No te tenía que preocupar de
borrar todo cuando mi mamá me pedía la cámara para sus cosas, ni tenía que
vivir con todo encima para que la empleada no lo encontrara en mi cuarto cuando
hacía aseo”.
La soledad al
contrario de ser un problema, se convirtió en su mejor aliada. Su relativamente
nueva vida fue el escenario perfecto para llevar su arte a un nuevo
nivel. Daniela ahora quería experimentar nuevas cosas, y como siempre,
documentar cada gemir, cada roce, cada instante, por efímero que fuese. Era
momento de buscar la primera víctima de su placer, a un tercero que la
acompañara y desbordara el lente de su cámara. Con esta intención en mente, no
dudó en asistir a una de las fiestas a las que siempre la invitaban, pero que
antes de ese día se había rehusado a ir. Antes de salir de su apartamento,
arregló su cuarto sin mucho esmero, para que un ligero desorden pudiera
justificar dos montones sospechosamente instalados en extremos opuestos de la
habitación. Allí, debajo de algunos papeles y ropa sucia colocó sus dos cámaras,
su fiel y antigua partner in crime y la nueva y mucho más
sofisticada cámara profesional que le habían regalado por su grado. Decidió
mantener el nivel de alcohol en su cuerpo al mínimo, no podía dejar nada al
azar.
De manera
meticulosa eligió un niño desconocido para ella, pero amigo de sus amigos para
sentir un poco de seguridad, bailaron gran parte de la noche, y cuando el grupo
con el que estaba se decidió por ir a continuar la celebración en la casa de
alguno de ellos, Daniela le susurró al oído “Mejor rematamos en mi casa”,
propuesta efectiva, a la que rara vez un hombre se resiste. Cogieron el primer
taxi que pudieron y al llegar, el chico en cuestión difícilmente podía aguantar
sus ganas. Ella le pidió que la esperara un momento en la sala, que llamara a
la tienda 24 horas y pidiera condones y algo de tomar. Entretanto, fue a su
cuarto y terminó de ajustar los últimos detalles, abrió la cortina para que
entrara suficiente luz de la calle, y prendió ambas cámaras. Ella en ningún
momento pretendía compartir su secreto con los demás, ni siquiera con su pareja
de la noche, “A mí me gusta grabarme sola, no me gusta decirle a nadie,
porque aunque sé que me estoy aprovechando un poco de ellos, o ellas algunas
veces, odio que después me vayan a pedir los videos, que vayan a creer que lo
hago solo por hacerme la interesante o la ninfómana… Es muy distinto”. El
resto de la velada transcurrió de manera rápida, más de lo que ella hubiera
querido, y el sujeto que la acompañaba nunca sospechó siquiera de la situación
en la que había entrado a jugar.
No pasó mucho
tiempo para que repitiera la experiencia, y poco a poco fue ideando nuevas
formas de pasar desapercibida y lograr su cometido. Lo único que para ella
necesitaba permanecer constante era el lugar, hasta el momento no podía
concebir que pudiera seguir obteniendo adiciones para su cada vez mayor
colección de momentos, fuera de su habitación. Sin embargo a medida que
se perfeccionaba metodológica y técnicamente, su ambición iba creciendo, y como
una adicta, necesitaba dosis más significativas para poder seguir
satisfaciéndose. En sus palabras: “Así como muchos de mis amigos meten
pepas y yerba, yo me grabo. Ya ni siquiera puedo pensar en acostarme con
alguien si planificar en mi mente qué y cómo vamos a hacer las cosas”.