En el post anterior les explicaba la importancia de la moda a la hora de enfrentarse al arte, de cómo, para mí, es enfrentarse a la vida buscando tener experiencias estéticas que comprendan lo que se ve y lo que se es. Habiendo tenido la oportunidad de asistir a la última edición de ArtBO el fin de semana pasado, quiero decirles que me queda un ligero sinsabor por lo que vi, y no sólo me refiero al arte. Para la inauguración no me cupo duda de que los asistentes, tanto hombres como mujeres, se tomaron en serio la ocasión, y sacaron lo mejor del clóset para lucir todo tipo de colores, estampados, mezclas y volúmenes que creaban siluetas perfectas para la fiesta del arte más grande del país. Pero más allá de lo obvio -el arreglarse para una celebración-, a mí me interesaba ver qué pasaba con el después, cuando pasa el espectáculo y queda esa suerte de cotidianidad del resto de la feria.

En nuestro país, especialmente aquí en la capital, nos encanta hablar de ser un centro internacional de esto y aquello, y ArtBo en particular presume de ser un encuentro cultural con tantísimos visitantes internacionales al año. Pero si partiendo del principio básico de saber vestirnos para la ocasión no somos capaces de superar ese complejo de inferioridad con el que queremos pisotear todo y quitarle su valor creyendo que lo único que importa es el discursillo barato que nos acompaña para justificarlo todo mediocremente, lejos quedaremos de ser ciudadanos de mundo y todas sus conexiones. La moda es el medio directo para lograr esto, y aquello que le da soporte a nuestras e ideas y vivencias, que muestra nuestro respeto por lo que hacemos y somos, y el esfuerzo que ponemos en todas las cosas. Con esto no busco destrozar la dignidad de los asistentes a la feria, ni la de los capitalinos en general, sino hacer un llamado a darnos un poco más de relevancia y elevarnos como personas de mundo, no provincianos acomplejados.