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¿Cómo se viste artBO?


En el post anterior les explicaba la importancia de la moda a la hora de enfrentarse al arte, de cómo, para mí, es enfrentarse a la vida buscando tener experiencias estéticas que comprendan lo que se ve y lo que se es. Habiendo tenido la oportunidad de asistir a la última edición de ArtBO el fin de semana pasado, quiero decirles que me queda un ligero sinsabor por lo que vi, y no sólo me refiero al arte. Para la inauguración no me cupo duda de que los asistentes, tanto hombres como mujeres, se tomaron en serio la ocasión, y sacaron lo mejor del clóset para lucir todo tipo de colores, estampados, mezclas y volúmenes que creaban siluetas perfectas para la fiesta del arte más grande del país. Pero más allá de lo obvio -el arreglarse para una celebración-, a mí me interesaba ver qué pasaba con el después, cuando pasa el espectáculo y queda esa suerte de cotidianidad del resto de la feria. 
Pensé que habría en algún nivel el mismo compromiso de moda de la inauguración, guardando obviamente las proporciones de lo que es un fin de semana entero de recorridos larguísimos y tanta información visual. Pero a las puertas de Corferias, a la multitud que rodeaba el lugar era difícil distinguirla de la misma de un Transmilenio en hora pico. La mayoría de la gente conformaba un mar de tonos grisáceos y colores opacos, como si significara la misma cantidad de empeño vestirse para una feria internacional, que para ir a Unicentro un domingo a pasar la flojera del fin de semana. Una vez adentro, teniendo entre manos la tarea de buscar a los mejores vestidos del día, se complicó la cosa, porque se sentía como un logro inmenso cada vez que me cruzaba con algún individuo especial y con estilo. Es claro que no todo el mundo nació para sumergirse en el mundo de la moda con dedicación religiosa, pero siento bastante provinciano pretender que el aspecto personal es si acaso secundario y no merece la pena cuidarlo. Entre aquella turba curiosa por un arte pretencioso en el mejor de los casos, solo resaltaban los galeristas y asistentes, vestidos con cuidado y seriedad, contrastando con aquellos que concurrían sus stands, en tenis viejos, chaquetas deslavadas y el pelo revuelto como si el despertador los hubiera olvidado esa mañana. De vez en cuando, como quien encuentra un pequeño oasis en medio del árido desierto estético, aparecía algún personaje con una cuidadosa pinta, bien accesorizada, y con mucho garbo, que bien podría estar aquí en Bogotá, o en Nueva York, Londres o Tokio. Estos eran los momentos que me hacían recuperar un puñado de mi fe, pisoteada ya por los cientos de bogotanos descuidados y con un desparpajo desesperante. 
En nuestro país, especialmente aquí en la capital, nos encanta hablar de ser un centro internacional de esto y aquello, y ArtBo en particular presume de ser un encuentro cultural con tantísimos visitantes internacionales al año. Pero si partiendo del principio básico de saber vestirnos para la ocasión no somos capaces de superar ese complejo de inferioridad con el que queremos pisotear todo y quitarle su valor creyendo que lo único que importa es el discursillo barato que nos acompaña para justificarlo todo mediocremente, lejos quedaremos de ser ciudadanos de mundo y todas sus conexiones. La moda es el medio directo para lograr esto, y aquello que le da soporte a nuestras e ideas y vivencias, que muestra nuestro respeto por lo que hacemos y somos, y el esfuerzo que ponemos en todas las cosas. Con esto no busco destrozar la dignidad de los asistentes a la feria, ni la de los capitalinos en general, sino hacer un llamado a darnos un poco más de relevancia y elevarnos como personas de mundo, no provincianos acomplejados. 



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