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La primera vez.


Para todo hay una primera vez. De hecho, hay más primeras que últimas, y siempre son difíciles, cuando no complicadas. En cuestiones del amor, el terreno se pone espinoso, hay una primera vez para el corazón, una para el cuerpo, para el deseo. Como dicen por ahí, el primer amor es el que mata, el primer beso nos llena de mariposas salvajes y el primer adiós nos vuelve locos. Personalmente, todavía recuerdo mi primer beso. No podría pedir nada más lindo, más tierno. Estaba en mi cuarto, sentada en el piso y hacía calor porque estaba justo debajo de la única lámpara. No recuerdo de qué estábamos hablando, sólo sé que él me encantaba más de lo que podía soportar. No sé bien por qué, comenzó un vaivén: Me daba un beso en la mejilla, se alejaba. Me daba un beso en la frente, se alejaba. Me daba un beso en el mentón, se alejaba. Los nervios me hacían trizas el entendimiento. Ahora sentía frío, ese frío que te hace temblar las rodillas y que te pone el corazón tan rápido, que no sabes si está quieto o todavía palpita. 
En ese momento yo sólo pensaba cuantas ganas tenía de darle un beso. El seguía en ese baile con las mariposas, las hacía más fuertes, se sentían como abejas en el estómago. En medio de esa confusión, en esa tensión casi eléctrica, cuando menos imaginé, me dio un beso. Fue firme y seco. Lo sentí más cómo un fuego artificial, aunque les suene exagerado. Luego lo acompañé hasta la portería de mi conjunto, y tímidamente nos dimos otro beso, esta vez un poco más apasionado, pero igualmente ingenuo e inseguro. Me siento agradecida con la vida por ese momento, ya que sé muy bien que no todos los casos son tan tiernos ni tan buenos. 


Una vez conocí a una niña que acumuló muchas primeras veces y las agotó el mismo día. No fue tan buena idea. Ella me cuenta que ya estando en la universidad, tenía unos 21 años y nunca había dado un beso, ni había tenido una traga, mucho menos se había acostado con alguien. Una noche, en vacaciones de mitad de año, estaba en Cartagena, y como su papá se había intoxicado, habían decidido pasar esa noche en el hotel. Ella sin embargo decidió salir a caminar por el centro, cerca al hotel donde se estaba hospedando. Mi amiga, quien por razones personales ha querido permanecer en el anonimato, y a quien por esta ocasión llamaremos Sara, la convenció un hippie vendedor de pulseritas y otras tantas bobadas, de que fuera a un bar que quedaba por ahí cerca. Ella, no teniendo ningún rumbo fijo ni plan, y sin dejárselo saber al hombre en cuestión, dejó pasar un rato y llegó al lugar. Era un antro, pensó. Un sitio oscuro, caluroso y maloliente. Ya que Sara no tenía nada mejor que hacer, se sentó en un taburete chueco y pidió una cerveza. Los hombres y mujeres que bailaban, que se restregaban allí no paraban de mirarla, como si fuera  un bicho raro. A la tercera cerveza, las cosas no parecían tan mal, y sin esperarlo, llegó el hippie con dos hombres más, y se sentaron con ella. Comenzaron a hablar de sus vidas y cuanto tema estúpido se les pudo ocurrir. Ella los invitó a algo de tomar, y al poco rato, los acompañantes los dejaron solos, a Sara y a quien por hoy llamaremos Javier. Javier no demoró en empezar a echarle piropos y prometerle lunas y estrellas de otras galaxias, sin que ella entendiera bien lo que pasaba, se estaban besando. Sara no protestó, no se sentía muy agradada, pero ¿qué más daba? Javier le pidió que lo acompañara por "ahí cerquita". Sara tampoco protestó. Llegaron a un hostalito de mala muerte, más caluroso aún que el bar del que habían salido, lleno de mosquitos y gente que prefería olvidar. Javier abrió con afán una puerta angosta y la hizo pasar. Para ese momento el efecto de las cervezas ya había pasado, así que todo parecía sucio e inimaginable. No tardó Javier en quitarse la poca ropa que llevaba, y en pedirle a Sara que hiciera lo mismo. Ella, como un autómata nervioso, lo hizo. Javier la tiró sobre un colchón manchado, la besó por un rato y sin pedir permiso la tomó. Fue corto y doloroso, por no decir desagradable. Sara salió de ahí cuando Javier terminó, por obvias razones nunca lo volvió a ver, ni tampoco pretendía esto. Dice que no se arrepiente, pero que tampoco le agrada mucho que esas hubieran sido las circunstancias. Sin embargo ella en ese momento veía su completa virginidad como una curita que tocaba arrancar de un sólo tirón. Y así fue. 
Un amigo, que hoy se llamará Eduardo, también tuvo una experiencia, por así decirlo, difícil. Cuando tenía 15 años, Eduardo, como todo adolescente, tenía ganas. Así fue como decidió una noche conectarse a un chat desconocido para encontrar a alguien sin tapujos y con muchas más ganas. Duró hablando  por msn una semana con quien parecía un tipo lindo e interesante. Un día, como parecía lógico, se pusieron su primera cita, sólo para conocerse. Como sacado de un mal cliché, el hombre en cuestión resultó siendo dos tipos horribles y mucho mayores que él. A pesar de esto, Eduardo no vio mucho problema y siguieron chateando. Una semana después, arreglaron una segunda cita, pero sólo con uno de ellos. Me cuenta que llegó al apartamento de "José", que al parecer tenía 35 años. Era un lugar limpio, agradable pero frío, impersonal y desconocido. Tenía dos pisos. Hablaron por un rato de cosas que no recuerda, pero con la intención implícita de lo que estaba por pasar. Al poco tiempo, José lo guió hasta el segundo piso, donde estaba su cuarto. Lo hicieron sin más ni más. Eduardo también se fue al terminar. Él, a diferencia de Sara, sí se arrepiente de haber hecho las cosas tan apresuradamente, y me dijo que se sintió mal por 3 meses seguidos, donde sólo se echaba en cara el haber sido capaz de llegar a eso.

La pérdida de la virginidad no es la única primera vez que se tiene en el ámbito de lo sexual. También están las primeras veces que se tienen experiencias nuevas, como la primera vez que experimentamos algo nuevo, o cuando nos atrevemos a algo casual. Estas no están tan llenas de sentimentalismos y nervios, pero pueden resultar igual de difíciles o confusas. 


La primera vez que "Mariana" un one night stand, estaba despechada. Sentía de cierta forma que así se vengaría de quien tanto la había hecho sufrir durante el último año. Aunque suene a excusa o a cliché, estaba muy borracha. Había decidido tomar desde que llegó al lugar donde estaba bailando. Pasó toda la noche realmente feliz, bailaba con sus amigas y con desconocidos. Cuando cerraron el sitio, se fueron a la casa de una amiga, a "rematar". Llegaron unos chicos que no había visto antes, amigos del novio de la dueña del apartamento. Hablaron un rato, tomaron un poco más, y adentrada la velada, se pararon a bailar. Mariana nunca imaginó, que el único hombre con quien no habló esa noche sería el que la eligiera para pasar un rato. Sin darse cuenta, se estaba besando con él. No sabía siquiera cómo se llamaba. De repente, según recuerda, estaban abriendo con un afán incomprensible la puerta de uno de los cuartos. Ella perdía el equilibrio con facilidad, se cayó sobre la cama, todavía recuerda la escena de él desabrochándose el cinturón y el pantalón al mismo tiempo que le quitaba la falda y las mayas. De un momento a otro, ya estaban en medio del acto, pero lo que más tiene presente es que en ningún momento la volvió a besar, lo que hacía todavía más real el hecho de que era algo ocasional y muy distinto a las veces que lo había hecho con alguno de sus novios anteriores.   
Una cosa tienen en común las primeras veces, y es que son ante todo desconcertantes. No necesariamente en un sentido negativo, pero nunca nos podríamos preparar para algo como lo que terminamos viviendo.  




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