Esta es la conclusión de la crónica que escribí sobre una niña peculiar, coleccionista de experiencias, historias, escenas y personas.
VI – El nuevo
mundo
Daniela expresa en su obsesión el temor más fatal del hombre, el de perecer. Cada vídeo
que graba, cada ocasión que documenta a través de un lente, es una
protesta definitiva ante aquello que es irreversible: morir. Por eso es fácil
creer que dentro de los artificios de los que ella se vale para escenificar sus
fantasías y deseos ocultos, en realidad su misión trasciende en cuanto su
búsqueda del placer perdura y se extiende por fuera del acto sexual. Si ritual
tiene características sagradas, aunque totalmente subjetivas, haciendo de sus
pequeñas hazañas momentos de sacrificio personal para obtener permanencia a
través del tiempo.
Sin darse
cuenta, ella se mueve en una ambivalencia entre lo público y lo privado,
generando un mecanismo simbiótico en el que su cámara hace pública una práctica
privada, para luego hacer parte de una colección invisible que jamás será
develada a nadie. Esto deviene en un comportamiento que circunscribe el
voyerismo, el exhibicionismo que se suman en un propósito narcisista, con claros
delirios de grandeza poética. Cuando ella dice que el tiempo es dios, y que al
pasar a video su vida está en control sobre el tiempo, transgrede ante una
sociedad, límites de lo correcto, lo ético y lo moral en pos de su
egocentrismo.
Daniela se
encuentra todo el tiempo a sí misma caminando por un terreno baldío, en donde
solo se encuentra ella. Su obsesión cuestiona la fragilidad humana, la
maleabilidad mental de los individuos, y a través de ella supera lo real para
modificar su entorno el tiempo por medio de la transformación de la experiencia
en un contenido artificial. El objetivo es un extraño complejo de omnipresencia
y perduración por medio de herramientas inanimadas. Finalmente, esto se va
apoderando poco a poco del resto de su existencia, y hoy Daniela define su
función y el sentido de su vida a través de las imágenes que colecciona.